Miguel Pastorino
Descubre cómo ha ido cambiando de contenido esta palabra, desde la Antigua Grecia hasta la actualidad
La palabra griega “eutanasia” designa en su significado original, documentado desde el siglo V a.C., una muerte “buena” o “bella”. Pero el ideal de una muerte sin sufrimiento designa el tipo de muerte esperada, pero no la muerte provocada o acelerada.
El término griego refiere a la representación de una muerte natural, suave, que el moribundo saluda como a un amigo que se acerca cuando ha llegado su hora. Pero no es ese el uso actual del término, la eutanasia actual no es la que elogiaban los antiguos.
La palabra no se usó en la cristiandad medieval, sino que el arte del buen morir tenía un trasfondo cristiano.
Preparación para la muerte
Después de varios siglos la palabra “eutanasia” vuelve a aparecer en un sentido nuevo y modificado respecto del uso antiguo en la obra de Francis Bacon ( De dignitate et augmentis scientiarum , 1605), quien distingue la euthanasia exterior de la preparación interior del hombre ante la muerte y resume bajo este término todas las medidas médicas que facilitan al enfermo una buena muerte:
“Creo, además, que pertenece al oficio del médico mitigar los sufrimientos y tormentos de la enfermedad… también cuando, perdida toda esperanza de recuperar la salud, pueda lograrse una salida más suave y plácida de esta vida”.
Esta idea de ayuda a morir aparece así unos doscientos años antes de que fuese incorporada a los manuales de medicina.
Tomás Moro (1478-1535) en la Utopía y en el Diálogo del Consuelo , uno de sus últimos libros, escribe sobre la posibilidad excepcional de poner fin a la vida cuando al moribundo solo le esperan puros tormentos sin posibilidades de alivio. Es el primer texto moderno que centra el tema dentro de los límites de la medicina y de la moral.
Renuncia a acortar la vida
Recién en el siglo XIX aparece en obras terapéuticas la comparación con el parto, donde el médico, así como facilita la entrada en la vida, también ayuda al final de la existencia con el suministro de analgésicos y un acompañamiento humano empático del moribundo.
Pero siempre el límite indiscutido de la ayuda médica al morir es la renuncia a todo acortamiento de la vida . Este principio ético de la medicina recién será cuestionado con el desarrollo de la medicina intensiva moderna que llevarán hasta el absurdo la prolongación de una vida a cualquier precio (obstinación terapéutica).
Christoph Wilhem Hufeland (1762-1836), un célebre medico berlinés, escribió:
No debe ni le está permitido hacer otra cosa más que mantener la vida: sea una dicha o una desdicha, tenga valor o no lo tenga, no es asunto de su incumbencia. Y si alguna vez se atreviera a incorporar esa consideración en su actividad, las consecuencias son impredecibles y el médico se convierte en el hombre más peligroso del Estado. Pues una vez que se ha traspasado esa línea, una vez que el médico se cree con derecho a decidir acerca de la necesidad de una vida, solo se necesita una progresión gradual para aplicar también a otros casos la carencia de valor y, consecuentemente, la imposibilidad de una vida humana. (Schockenhoff, 2012, 514)
Hufeland entendió que el mandato del médico es acompañar en la muerte, aliviando el proceso del morir, rechazando cualquier forma de provocación de la muerte, porque matar al paciente, aun con la excusa de aliviar su sufrimiento, convierte al médico en “el hombre más peligroso del Estado”.
La creación del “derecho a la propia muerte”
Por ello, hasta comienzos del siglo XX, eutanasia significaba el acompañamiento en el proceso de muerte sin acortamiento directo o indirecto de la vida. Pero el sentido del término se ha ampliado y hoy designa exactamente lo contrario.
Es en 1895 que el escritor Adolf Jost en su polémico escrito “El derecho a la propia muerte”, donde por primera vez se exige la despenalización de la muerte a petición no solo en caso de una enfermedad incurable, sino también en el de una perturbación mental grave.
El autor, sin matices, explica que “el valor de una vida humana puede no ser solo cero, sino también negativo” y en esos casos que dar prioridad al valor “cero” de una muerte rápida e indolora que aceptar un valor de vida “negativo”.
El autor no solo se limita a defender el derecho a la muerte a petición, sino que anticipa la idea de que el Estado está obligado a realizar una higiene racial, eliminando toda vida “enferma” del cuerpo sano de la nación. Así, el valor de un hombre se mide por la diferencia de alegría y dolor que su vida representa para él mismo y de la ponderación de utilidad y prejuicio que representa para la sociedad.