LOS DIARIOS DE MIS ABUELAS: ABUELA AMALIA (II)

LOS DIARIOS DE MIS ABUELAS: ABUELA AMALIA (II)

El Día de la Primavera de 1934, una niña de once años, Amalia, toma asiento en la estación de trenes de Triunvirato. Las vías del ferrocarril Pacífico se pierden entre los campos de un lado y del otro: no se ve un alma. A sus espaldas, el guarda se asoma por la ventanilla, le explica que el único tren diario es el de las 17. Pero ella quiere estar segura, dice, prefiere quedarse en la espera. Mueve los pies como si estuviera cosiendo a máquina, mientras abraza su cuaderno de deberes. Quizás tendrá que mostrarlo para recibir su merecido premio; después de todo, lleva los sellos oficiales del señor Inspector de Escuelas. Por encima de su cabeza, las nubes toman forma de una muñeca, de una pelota de goma, y quién sabe cuántos sueños más desfilan bajo el mando de su inocencia.

Suele ocurrir que, de tanto buscar un destino, tropezamos con nuestro principio. Nací, dice la abuela, en Triunvirato, aquel pueblito de una veintena de casas al servicio de dos o tres estancias grandes. Pero le llevó varias décadas engendrar el comienzo de su libro, la primera frase, ese epígrafe que el resto del texto de su vida intentaría descifrar: «Te felicito por tu consagración al trabajo. La Patria te lo premiará». ¿Quién soy yo para cambiarlo? Pase, abuela, tu relato mismo a través de mis labios:

Me llamo Rafaela, como la madre de papá, y Amalia, por la novela. Mi hermana Chicha y yo llegamos a este mundo engarzadas en una cadena de siete varones consecutivos. El último de mis hermanos —el lobizón— fue bautizado con padrinazgo del presidente Yrigoyen. Conjuramos, con unas gotas de agua y algunas oraciones, el peligro de que se le escapara por las fauces esa bestia primigenia que todos llevamos dentro. Y el corazón de la bestia, es el tuyo, ¿lo entenderías? ¡Cuántas cosas penden de un hilito frágil en mi cabeza! Para salvarlas, las cuento: los maizales son de esmeralda, la bigornia de la herrería tintinea al compás de la música celestial, cuando papá rasga el fondo de los pulmones las coplas le salen con aroma español. Estas son las palabras exactas del libro que te obsequié, con todas y cada una de sus arrugas. La juventud es una cuestión de oído.

En el fondo del terreno teníamos un sauco añejo, una planta medicinal que mi hermana y yo ahuecamos y de a poco fuimos trenzando, hasta hacer de él nuestro hogar secreto. Allí pasábamos las tardes; las risas y los llantos iban y venían de la una a la otra con la misma facilidad con que nos perfumaba el jazmín del vecino a través del alambrado. Si nos daban ganas de algo dulce, chupábamos de los pistilos de las madreselvas, igualito que las abejas o las mariposas. Nos turnábamos para fabricar, comprar y vender nuestros propios caramelos: pepas de nísperos hervidas con azúcar en una lata de durazno, que luego envolvíamos en papel de manteca. Eran momentos deliciosos. Los guardábamos en el cajón de manzanas donde cabía toda nuestra riqueza: trapos, tacos de madera, un carrete de hilo, toda clase de recortes de las cosas de los grandes.

A veces, la chancha metía el hocico hasta donde no debía. Yo la enfrentaba, en cuatro patas y a puro gruñido, mientras Chicha la espantaba por un costado con una varilla de álamo. Si con el griterío atraíamos a mamá, habíamos logrado nuestro cometido. Ella nos dejaba alguna reprimenda, pero nunca un castigo. Mis padres tenían tan poco tiempo, y tanta práctica, que les bastaban esos gestos esporádicos para hacernos sentir amadas. Después de la cena nos sentábamos a escuchar la radio, mis hermanos alrededor de la mesa; Chicha y yo, orgullosas, teníamos una rodilla de papá para cada una. El noticioso me aburría tremendamente.

«Amalia», abuela, ¿qué habrán leído tus padres en ese nombre? ¿Qué sentían de las noticias? Lo que no has dicho, permanecerá oculto por siempre entre los pliegues de la realidad. «Rafaela», era la abuela, la única que conociste: venía de visita cada tanto y cantaba a coro con tu papá las canciones de su España natal. El resto lo imagino: en cada acento, giro a giro, transmitía también una manera de hacer danzar las tareas diarias, la forma de vida de todo un pueblo que ensamblarías luego, y sin pedir permiso, con la de Sperlinga.

Siempre me atrajo, sigue Amalia, el mundo de los hombres. Conozco de primera mano la incandescencia del hierro cuando sale de la fragua, y cuánto vibra el aro de llanta al ser montado sobre la rueda de un sulky. Mis hermanos martillaban con la fuerza precisa y delicada de toda su osamenta; gotas de sudor les saltaban de la frente, caían sobre el fierro y se evaporaban en un chistido. Al terminar la jornada, entre el silencio y las virutas de cedro, jugaba a colgarme del fuelle, lo usaba de balancín. Imaginaba todos los caminos que se le abrían a la rueda, los lugares recónditos que yo misma alcanzaría si era tenaz en mis esfuerzos. Lo que más deseaba era ser una buena alumna. No sabés lo que fue mi alegría cuando el Inspector de Escuelas escribió su nota en mi cuaderno de deberes. Si me parece verla. Una caligrafía impecable, debajo de un mapa del país que yo misma había trazado y coloreado a mano hasta el último detalle. Yo entendí que el famoso Premio de la Patria era algo empaquetado que me iba a llegar por el correo.

Llevó unas horas descargar el tren de las 17. Las nubes enrojecieron y, una a una, se fueron disolviendo en la noche. La abuela se acercó al guarda, le tiró de la camisa, iba a preguntarle: ¿Mañana? Pero de sólo pensar en esa pregunta, la respuesta se le atragantó. Nadie iba a premiarla. En la próxima etapa de su viaje no habría papá y mamá, ni maestros, para el juego de hacer buena letra o de mandarse travesuras. A partir de ese momento, dice Amalia, las palabras del inspector cobraron un sentido nuevo. Desde esa primavera, la vida se le presentó «más grande, más importante». Lo que no cuenta es que, antes de salir de la estación, tuvo que sentarse al borde de las vías. Lloró por todos los trenes que habían pasado y los que nunca llegarían. Y a la hora justa —un momento ordinario, sin atraso ni adelantado— tomó su infancia entre los brazos. La consoló. Y, sin previo aviso, la arrojó a los rieles para que fuera arrollada por el paso inexorable de los años. Se tapó los ojos; sus oídos no tuvieron defensa.