Nos enseñó que la inteligencia no siempre es ordenada,

Con poco más de un año ya conocía el alfabeto.

A los tres, leía fluidamente.

A los cinco, se comunicaba en griego y latín.

A los ocho, su miopía era tan severa que un médico le prohibió leer durante seis meses.

A los doce… ya era licenciado en matemáticas.

Norbert Wiener no fue un niño prodigio más.

Fue uno de los pensadores más brillantes del siglo XX.

Creador de la cibernética, impulsor de las ciencias computacionales modernas…

y protagonista de algunas de las anécdotas más extrañas —y encantadoras— de la historia de la ciencia.

Era un sabio. Pero también, según quienes lo conocieron, un despistado absoluto.

Las historias sobre su vida cotidiana son casi tan legendarias como sus aportes académicos.

Dicen que un día su familia se mudaba.

Su esposa, previendo un desastre, escribió la nueva dirección en un papel y se lo puso en el bolsillo.

Horas después, Wiener tuvo una idea brillante y, sin nada más a mano, usó ese mismo papel para escribir fórmulas.

Al ver un error, lo tiró sin darse cuenta.

Por la noche, regresó a su antigua casa. Estaba vacía.

Recordó que se había mudado…

pero no sabía a dónde.

Por suerte, se encontró con una niña en la calle y le dijo:

—Disculpe, señorita. Soy Norbert Wiener. Mi familia se mudó hoy… ¿usted sabe a dónde?

La niña lo miró y respondió:

—Sí, papá. Mamá me mandó a buscarte.

Otra vez, en una conferencia, estacionó su auto en un amplio espacio.

Al salir, no solo había olvidado dónde lo dejó… sino qué modelo era.

Esperó hasta que todos los autos se fueron… y tomó el único que quedaba.

Entre fórmulas, despistes y genialidad, Norbert Wiener nos dejó algo más que teorías.

Nos enseñó que la inteligencia no siempre es ordenada,

y que los genios, a veces, tienen la cabeza en otro universo…

porque están ocupados inventándolo.