ORTEGA Y GASSET...................................

(1) En la edición alemana no se habla de «incorporación», sino de tsynoikismo». La idea es la misma: “synoiquismo es literalmente convivencia, ayuntamiento de moradas. Al revisar la traducción francesa, prefirió Moramsen una palabra menos técnica.

La historia de toda nación, y sobre todo de la nación latina, es un vasto sistema de incorporación (1).

(1) En la edición alemana no se habla de «incorporación», sino de tsynoikismo». La idea es la misma: “synoiquismo es literalmente convivencia, ayuntamiento de moradas. Al revisar la traducción francesa, prefirió Moramsen una palabra menos técnica.

Esta frase expresa un principio del mismo valor para la historia que en la física tiene este otro: la realidad física consiste últimamente en ecuaciones de movimientos. Calor, luz, resistencia, cuanto en la naturaleza no parece ser movimiento, lo es en realidad. Hemos entendido o explicado un fenómeno cuando hemos descubierto su expresión foronómica, su fórmula de movimiento.

Si el papel que hace en física el movimiento lo hacen en historia los procesos de incorporación, todo dependerá de que poseamos una noción clara de lo que es la incorporación.

Y al punto tropezamos con una propensión errónea, sumamente extendida, que lleva a representarse la formación de un pueblo como el crecimiento por dilatación de un núcleo inicial, Procede este error de otro más elemental, que cree hallar el origen de la sociedad política, del Estado, en una expansión de la familia. La idea de que la familia es la célula social, y el Estado algo así como una familia que ha engordado, es una rémora para el progreso de la ciencia histórica, de la sociología, de la política y de otras muchas cosas (1).

Esta Roma palatino-quirinal vive entre otras muchas poblaciones análogas, de su misma raza latina, con las cuales no poseía, sin embargo, conexión política alguna. La identidad de raza no trae consigo la incorporación en yn organismo nacional, aunque a veces favorezca y facilite este proceso, Roma tuvo que someter a las comunas del Lacio, sus hermanas de raza, por los mismos procedimientos
que siglos más tarde había de emplear pará integrar en el Imperio a gentes tan distintas de ella étnicamente como celtíberos y galos, germanos y griegos, escitas y sirios. Es falso suponer que la unidad nacional se funda en la unidad de sangre, y viceversa. La diferencia racial, lejos de excluir la incorporación histórica, subraya lo que hay de específico en la génesis de todo gran Estado,

Ello es que Roma obliga a sus hermanas del Lacio a constituir un cuerpo social, una articulación unitaria, que fué el foedus latinum, la federación latina, segunda etapa de la progresiva incorporación.

El paso inmediato fué dominar a etruscos y samnitas, las dos colectividades de raza distinta limítrofes del territorio latino. Logrado esto, el mundo italiota es ya una unidad históricamente orgánica. Poco después, en rápido, prodigioso crescendo, todos los demás pueblos conocidos, desde el Cáucaso al Atlántico, se agregan al torso italiano, formando la estructura gigante del Imperio. Esta última etapa puede denominarse de colonización.
(1) En mi estudio, aún no recogido en volumen, El Estado, la juventud y el Carnaval, expongo la situación actual de las investigaciones etnográficas sobre el origen de la sociedad civil. Lejos de ser la familia germen del Estado, es, en varios sentidos, todo lo contrario: en primer lugar representa una formación posterior al Estado, y en segundo lugar, tiene el carácter de una reacción contra el Estado. (Recogido posteriormente con el título El origen deportivo del Estado (1924), en el tomo 11 de estas Obras Completas.) :

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Los estadios del proceso incorporativo forman, pues, una admirable línea ascendente: Roma inicial, Roma doble, federación latina, unidad italiota, Imperio colonial. Este esquema es suficiente para mostrarnos que la incorporación histórica no es la dilatación de un núcleo inicial, sino más bien la organización de muchas unidades sociales preexistentes en una nueva estructura. El núcleo inicial, ni se traga los pueblos que va sometiendo, ni anula el carácter de unidades vitales propias que antes tenían. Roma somete las Galias; esto no quiere decir que los galos dejen de sentirse como una entidad social distinta de Roma, y que se disuelvan en una gigantesca masa homogénea, llamada Imperio romano. No; la cohesión gala perdura, pero queda articulada como una parte en un todo más amplio. Roma misma, núcleo inicial de la incorporación, no es sino otra parte del colosal organismo, que goza de un rango privilegiado por ser el agente de la totalización.

Entorpece sobremanera la inteligencia de lo histórico suponer que cuando de los núcleos inferiores se ha formado la unidad superior nacional, dejan aquéllos de existir como elementos activamente diferenciados. Lleva esta errónea idea a presumir, por ejemplo, que cuando Castilla reduce a unidad española a Aragón, Cataluña y Vasconia, pierden estos pueblos su carácter de pueblos distintos entre sí y del todo que forman. Nada de esto; sometimiento, unificación, incorporación no significan muerte de los grupos como tales grupos; la fuerza de independencia que hay en ellos perdura, bien que sometida; esto es, contenido su poder centrífugo por la energía

central, que los obliga a vivir como partes de un todo y no como todos aparte. Basta con que la fuerza central, escultora de la nación —Roma, en el Imperio; Castilla, en España; la Isla de Francia, en Francia—, amengúe para que se vea automáticamente Epa la energía secesionista de los grupos adheridos.

Pero la frase de Mommsen es incompleta. La historia de una nación no es sólo la de su período formativo y ascendente; es también la historia de su decadencia. Y si aquélla consistía en reconstruir las líneas de una progresiva incorporación, ésta describirá el proceso inverso. La historia de la decadencia de una nación es la historia de una vasta desintegración

Es preciso, pues, que nos acostumbremos a entender toda unidad nacional no como una coexistencia inerte, sino como un sistema dinámico. Tan esencial es para su mantenimiento la fuerza central como la fuerza de dispersión. El peso de la techumbre, gravitando

sobre las pilastras, no es menos esencial al edificio que el empuje contrario, ejercido por las pilastras para sostener la techumbre.

La fatiga de un órgano parece a primera vista un mal que éste sufre. Pensamos acaso que en un ideal de salud la fatiga no existiría. No obstante, la fisiología ha notado que sin un mínimum de fatiga el órgano se atrofia. Hace falta que su función sea excitada, que trabaje y se canse pafa que pueda nutrirse. Es preciso que el - Órgano reciba frecuentemente pequeñas heridas que lo mantengan alerta. Estas pequeñas heridas han sido llamadas «estímulos funcionales»; sin ellas, el organismo no funciona, no vive.

Del mismo modo, la energía unificadora, central, de fotalización —llámesele como se quiera—, necesita para no debilitarse de la fuerza contraria, de la dispersión, del impulso centrifugo perviviente en los grupos. Sin este estimulante, la cohesión se atrofia, la unidad nacional se disuelve, las partes se despegan, flotan aisladas y tienen que volver a vivir cada una como un todo independiente

Continua consu magidtrsl exposicion nuestro Autor,dejando bien planteado loque pasa con EUA,ahora…
En toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia verdaderamente sustantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, un proyecto sugestivo de vida en comén. Repudiemos toda iriterpretación estática de la convivencia nacional y sepamos entenderla dinámicamente. No viven juntas las gentes sin más ni más y porque sí; esa cohesión a priori sólo existe en la familia. Los grupos que integran un Estado viven juntos para algo; son una comunidad de propósitos, de anhelos, de grandes utilidades. No conviven por estar juntos, sino para hacer juntos algo. Cuando los pueblos que rodean a Roma son sometidos, más que por las legiones, se sienten injertados en el árbol latino por una ilusión. Roma les sonaba a nombre de una gran empresa vital donde todos podían colaborar; Roma era un proyecto de organización universal; era una tradición jurídica superior, una admirable admi- nistración, un tesoro de ideas recibidas de Grecia que prestaban un brillo superior a la vida, un repertorio de nuevas fiestas y mejores placeres (1). El día que Roma dejó de ser este proyecto de cosas por hacer mañana, el Imperio se desarticuló.

(1) A propósito del edicto de Caracalla, de 212 a. de J. C., concediendo a los habitantes del Imperio el derecho de ciudadanía, escribe Bloch en un libro reciente: «El acto de 212 apareció a la larga en todo su verdadero alcance, considerado no tanto en sí mismo como en la serie de hechos de que era resultado y consagración; apareció como la suprema y definitiva expresión, como el coronamiento de la política liberal y generosa proseguida, con una constancia admirable, desde los primeros tiempos de la República. En este sentido habló de él San Agustín, y con la misma intención escribía el galo Rutilius Namatianus, en el momento en que el Imperio iba a derrumbarse, estos hermosos versos, los más bellos en que se ha glorificado la misión histórica de Roma:

Fectsti patriam diversis gentibus unam, Urbem fecisti quod prius orbis eras.

Bloch, L’Empire romain, 215 (1922). 56

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Ortega Y Gasset. Obras Completas [ocr] [1963]

by
José Ortega y Gasset

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Castilla se afana por superar en su propio corazón la tendencia al hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos que reina en los demás pueblos ibéricos. Desde luego se orienta su ánimo hacia las grandes empresas, que requieren amplia colaboración. Es la primera en iniciar largas, complicadas trayectorías de política internacional, otro síntoma de genio nacionalizador. Las grandes naciones no se han hecho desde dentro, sino desde fuera; sólo una acertada política internacional, política de magnas empresas, hace posible una fecunda política interior, que es siempre, a la postre, política de poco calado. Sólo en Aragón existía, como en Castilla, sensibilidad internacional, pero contrarrestada por el defecto más opuesto a esa virtud: una feroz suspicacia rural aquejaba a Aragón, un irreductible apego a sus peculiaridades étnicas y tradicionales. Ta continuada lucha fronteriza que mantienen los castellanos con la Media Luna, con otra civilización, permite a éstos descubrir su histórica afinidad con las demás Monarquías ibéricas, a despecho de las diferencias sensibles: rostro, acento, humor, paisaje. La «España una» nace así en la mente de Castilla, no como una intuición de algo real —España no era, en realidad, una—, sino como un ideal esquema de algo realizable, un proyecto incitador de voluntades, un mañana imaginario capaz de disciplina