Nueva Orleans, 10 de abril de 1834. Un incendio en la cocina de una mansión aristocrática sacudió al vecindario. Al llegar los bomberos, descubrieron a dos esclavos encadenados a la estufa. Ellos mismos habían iniciado el fuego, desesperados por una sola cosa: ser rescatados.
Pero lo que vino después fue mucho peor.
Guiados por otros esclavos, los bomberos subieron al ático. Allí hicieron un descubrimiento que los marcaría de por vida: más de una docena de hombres y mujeres encadenados, mutilados, desfigurados por procedimientos que no tenían otro propósito que el dolor.
Un hombre se encontraba aún vivo, en plena “cirugía” forzada. Una mujer, encerrada en una jaula minúscula, tenía sus extremidades rotas y soldadas de forma grotesca, con forma de cangrejo. Otra, sin brazos ni piernas, había sido desollada para parecer una oruga.
Algunos habían sido cosidos vivos, las bocas cerradas, muriendo lentamente de hambre. A otros les habían unido las manos a distintas partes del cuerpo como si fueran juguetes crueles. Algunos seguían con vida. Y suplicaban morir.
La responsable era Delphine Lalaurie, una dama de alta sociedad, refinada y poderosa. Cuando se supo la verdad, huyó. Nunca fue capturada. Nunca fue juzgada. Nunca respondió por lo que hizo.
Y sin embargo, su casa quedó. Y por décadas fue conocida como la casa más maldita de Nueva Orleans.
Porque la historia, aunque duela, no se olvida. Y la justicia, aunque no llegue, siempre se reclama.