Cuando la verdad duele demasiado, la mentira se pone tentadora.
Entonces, frente a la posibilidad de un derrumbe emocional, el autoengaño parece ser una buena puerta de salida.
Es el síndrome de Estocolmo: nos enamoramos de quien nos secuestra emocionalmente y nos resistimos a salir de ahí.
¿Por qué ?
Por miedo.
¿A qué ?
A no tener nuestros propios recursos con los que salir a vivir.
El problema de esta solución inmediata que encontramos para “evitar” la angustia, es que esa puerta que se abre nos conduce a un duelo espantoso.
No se trata del proceso que a todos nos toca realizar frente a una pérdida irreparable.
No.
En cualquier duelo, cuando uno logra aceptar la traición de aquellos que queremos, se impone la tarea necesaria de integrar esa nueva herida a la vida que llevamos.
Es la oruga esperando su turno para transformarse en mariposa.
En cambio, en la complicidad que establecemos con quien nos hiere, estamos parados frente a la muerte de nuestra propia dignidad.
El día que nos dejamos engañar de forma intencional para no soltar, estamos manipulando al mentiroso.
¿Se entiende ?
Es la batalla ganada del traidor.
Es la victimario vuelto con su toque mágico en víctima.
No es la flecha que viene desde afuera y no pudimos esquivar.
Es la flecha que, pudiéndola esquivar la acomodamos y la dirigimos hacia el centro de nuestra autoestima.
Salir del otro siempre es posible.
Salir de nosotros mismos no existe ni como definición.
Es caer en nuestra propia trampa.
Pisarnos a nosotros mismos.
Es la herida que se resiste a coagular.
Es la falta de capacidad de un niño de poder tramitar el dolor.
Y sin embargo, acá lo tenemos hecho un nudo silencioso en la garganta.
Un duelo que no arranca.
Un duelo interminable de algo que nunca se animó a empezar.
Lorena Pronsky.