En la plaza de un pueblecito donde las sombras danzaban al compás de las nubes, yacía una

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En la plaza de un pueblecito donde las sombras danzaban al compás de las nubes, yacía una estatua de bronce de una niña, eterna y silenciosa, con un libro en su regazo. Pero no estaba sola, un gato real, con pelaje de sombras y ojos de luna llena, había encontrado refugio sobre la fría superficie de la estatua, durmiendo plácidamente, ajeno a los curiosos que a veces se detenían a contemplar la escena.

Este gato, llamado Sombra por su capacidad de desaparecer en el menor rayo de luz, había descubierto que las páginas de bronce eran el único lugar donde los sueños le eran revelados. Cada vez que cerraba los ojos, las historias que la niña de bronce nunca pudo leer cobraban vida en su mente. Veía reinos de cristal y bosques susurrantes, oía el canto de sirenas y el aleteo de dragones. En sus sueños, la niña le hablaba, le contaba las aventuras que estaban grabadas en las páginas que nunca pasarían.

Un día, mientras el crepúsculo teñía de oro y fuego las calles del pueblo, una niña real, con cabellos como hilos de sol y ojos llenos de maravillas, se acercó a la estatua. Su nombre era Valentina y, como Sombra, amaba las historias. Al ver al gato durmiendo, decidió leer en voz alta, no para la estatua, sino para el pequeño ser que respiraba sueños en su regazo.

Con cada palabra que Valentina leía, Sombra se adentraba más y más en el mundo de los sueños. Las historias que la niña de bronce deseaba contar se tejían ahora en el aire, hilvanadas por la voz de Valentina. Pero algo mágico sucedió: conforme la noche caía, las palabras de Valentina despertaron a la estatua, no en carne y hueso, sino en espíritu y esencia. La niña de bronce comenzó a soñar también, sus sueños se entrelazaron con los del gato, creando una tapeztría viviente de narrativas que flotaban alrededor de la plaza, invisibles a los ojos pero palpables al corazón.

Cuando Sombra despertó, el mundo parecía distinto, como si cada rincón escondiera una historia. Valentina, con una sonrisa, se marchó sabiendo que había desbloqueado algo eterno. Desde aquel atardecer, se dice que aquel que duerma junto a la estatua y su libro de bronce, bajo la mirada vigilante de Sombra, será guardián de historias sin fin y soñador de mundos inexplorados.

El pueblo nunca olvidó a Valentina, la niña que con su voz podía tejer sueños, ni a Sombra, el gato que soñaba con mundos creados por la eterna compañera de bronce. Juntos, en la quietud de la plaza, se convirtieron en leyenda, un recordatorio susurrante de que algunas historias no necesitan ser escritas para ser vividas. Y así, la niña de bronce, el gato soñador y Valentina, la tejedora de cuentos, permanecen en el corazón del pueblo, en un cuento sin final, siempre a la espera de ser continuado en los sueños de quien se atreva a soñar junto a ellos.

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