Esa tarde, un joven trabajaba solo en una hamburguesería pequeña del centro. Sus compañeros no habían llegado, y él trataba de atender con rapidez mientras se encargaba de cocinar, cobrar y preparar los pedidos.
En medio del apuro, entró un hombre con expresión seria y paso apurado. Se acercó al mostrador sin mirar a nadie y levantó la voz:
—Dame una hamburguesa con gaseosa. Sin hielo, ¿eh? Y apurate —dijo el cliente, visiblemente molesto.
—Claro, señor, en un momento le tomo su orden —respondió el joven con cortesía—. Estoy solo hoy, mis compañeros no pudieron venir, pero haré lo mejor posible para atenderlo rápido.
El hombre frunció el ceño y se fue a sentar sin responder.
Pasaron unos minutos. El joven hacía lo posible por preparar varios pedidos a la vez. Pero cuando por fin le entregó la bandeja al hombre, este explotó:
—¡¿Qué te pasa?! ¡Te dije sin hielo! ¡Pésima atención! ¡Quiero que me devuelvas mi dinero!
—Perdón, señor —dijo el joven con voz tranquila—. Si quiere, le cambio la bebida enseguida.
—¡Ya no quiero nada! —gritó el hombre mientras se marchaba furioso.
El muchacho respiró hondo. Limpió la bandeja sin decir palabra.
Un rato después, entró un hombre joven con su hijo de unos ocho años. Se acercaron al mostrador y hablaron con tono alegre:
—Hola, ¿cómo estás? —saludó el padre—. Queremos dos hamburguesas: una con papas y la otra con ensalada, por favor.
—¡Claro! Denme unos minutos, ya se las preparo —respondió el empleado, agradecido por la amabilidad.
Cuando entregó el pedido, el padre revisó la bandeja y notó que había un pequeño error.
—Oye —dijo con tono amable—, creo que pusiste dos porciones de papas, pero no veo la ensalada.
—¡Ay! Disculpe, fue un descuido —respondió el joven, visiblemente apenado.
Pero el hombre sonrió y contestó:
—No te preocupes. Seguro están deliciosas igual. Gracias por el esfuerzo. Sé que estás haciendo todo lo posible y eso también se agradece.
El muchacho suspiró aliviado. Le devolvió la sonrisa.
Mientras se sentaban, el niño miró a su padre con curiosidad:
—Papá, ¿por qué no te enojaste si se equivocó?
El padre le acarició la cabeza con ternura y le respondió:
—Porque también hay días en los que nosotros nos equivocamos, ¿verdad?
—Sí… —asintió el niño.
—Bueno —continuó el padre—, ese joven lleva todo el turno trabajando sin ayuda. Está de pie, seguramente sin descanso, tratando de servirle bien a todos. Y si un día falla en algo pequeño, eso no lo convierte en alguien malo. Solo en alguien humano.
—Y además —dijo con una sonrisa—, ser amable no cuesta nada… pero puede hacerle bien a alguien más de lo que imaginas.
Reflexión:
Cada día elegimos cómo responder: con queja o con comprensión, con impaciencia o con empatía.
No sabemos lo que carga la persona que nos atiende. Quizás hoy no tiene un buen día, pero aun así está ahí, cumpliendo con su trabajo.
La amabilidad no necesita permiso ni condición.
Es un acto silencioso de grandeza.
Y muchas veces, es el único alivio que alguien encuentra en su día.
Hoy, si podés…
Elegí ser amable.