“¿Selena? Su música es horrible… ¡No sé qué piensan los
mexicanos! Si van a cantar sobre lo que pasa en México…
¿qué van a decir?… únicamente que no pueden cultivar el
campo, que viven en una casa de cartón y que tienen una hija
de once años que es prostituta… ¡No sé cómo les puede gustar
ese ritmo! ¡Parece la música de fondo de una clínica de
aborto!“Para acentuar el mal gusto, mientras se oían estas
palabras por la radio, sonaba música de Selena mezclada con
un fondo de disparos de balas.
La bestia que dijo estas barbaridades no es otro que el locutor
Howard Stern, popular entre los radioescuchas anglosajones
por las imbecilidades que dice. Pero esta vez se pasó de la
raya. Él le echó sal a la profunda herida de los hispanos esa
mañana del 3 de abril de 1995, horas antes de que enterraran a
Selena.
En el pasado, Stern había tenido problemas por insultar a otras
comunidades —judíos, homosexuales, etc.— pero ahora no se iba a salir con la suya. Soy puertorriqueña, pero viví en Los
Ángeles como jefa del Bureau del Noticiero Univision en esa
ciudad. Durante ese tiempo me identifiqué con los millones de
mexicanos que residen allí. Aprendí a reírme con su sentido
del humor y apreciar su cultura. Por eso tomé los insultos de
Stern personalmente.
En una reunión editorial del programa, sugerí que en apoyo a
nuestra gente lleváramos a cabo una cruzada en contra de ese descarado y que nos uniéramos a LULAC (en inglés, el
League of United Latin American Citizens), una organización
nacional que defiende los derechos de los latinoamericanos en
los Estados Unidos.
LULAC había hecho un llamado para boicotear los productos
de los patrocinadores del programa radial de Stern. “Tenemos
que cerrar filas con LULAC y las organizaciones que quieren
hacer el boicot”, dije indignada y añadí, “hay que ejercer
presión para que se nos respete y se den cuenta de que los
latinos somos poderosos en número y tenemos un gran poder
adquisitivo” —Así lo hice y apoyé el boicot desde mi
programa.
Presentía que esta causa despertaría pasiones fuertes y di en el
clavo. Sofía Rodríguez, una mujer de Los Ángeles, dijo en mi
programa al ser entrevistada en la calle: “Quisiera tener a
Stern al frente para golpearlo”.
Francisco Cruz, otro hispano de la misma ciudad, fue directo
al grano: “Su ignorancia es bastante grande”.
Por declaraciones como éstas y otras más, me arriesgué esa tarde
en el programa a hacer comentarios totalmente editoriales
contra Stern: “Sus palabras deben ser repudiadas. Ni siquiera
retractándose podrá cambiar lo que ya dijo. No hay excusa que
valga”.
Llamé a LULAC para conseguir la lista de anunciantes cuyos
productos iban a ser boicoteados si no retiraban sus anuncios
del programa de Stern. Por desgracia, ellos no tenían
disponible una lista de patrocinadores a nivel nacional.
LULAC tenía buenas intenciones pero a falta de recursos sus
miembros estaban poco organizados.
A la mañana siguiente, escuché atentamente el programa de
Stern, para saber con precisión cuáles eran sus patrocinadores.
El programa se transmite de costa a costa, pero los
anunciadores son diferentes en cada mercado en que se
difunde. Ese día hubo dos en particular que me llamaron la
atención. Primero Sears. Los llamé por teléfono y me
respondieron con una carta contundente:
“Tenemos la política
corporativa de no asociarnos con el programa de Howard
Stern. No queremos que el nombre de Sears de ninguna forma se asocie al de él. Selena contaba con muchos admiradores en
nuestras tiendas”.
En segundo lugar, hablé con McDonald’s. Conocía a la que en
ese momento era relacionista pública de la compañía y la
llamé a su oficina en Chicago. “¿Cómo es posible que una
firma con una reputación tan buena, se ensucie anunciándose
con Stern?”. le pregunté en tono de censura. Mi querida amiga
sólo atinó a decirme que no se explicaba cómo el anuncio
estaba ahí. Luego,
McDonald’s también me envió una carta explicando su
posición de repudio hacia el programa de Stern. Ambas
misivas fueron presentadas en Primer Impacto.
También incluí
en nuestro programa la dirección y el teléfono de las oficinas
de Stern para que el público lo bombardeara con quejas. Acto
seguido, hubo una manifestación frente a la estación en Nueva
York desde donde él transmite su programa.
Todo indicaba que
el boicot estaba tomando fuerza.
Para tratar de aplacar la cosa, el locutor distribuyó a la prensa
un video en el que aparecía pidiendo perdón en español. En
la cinta, Stern dijo: “Como ustedes saben, soy una persona
satírica. Mis comentarios sobre la trágica muerte de Selena, sin
duda, no fueron hechos con la intención de causar más
angustia”.
Los representantes de LULAC no aceptaron la explicación. Su
portavoz nacional reaccionó de una forma muy dura:
“Queremos que lo saquen de la radio, queremos silenciarlo”.
Nosotros dimos a conocer su disculpa, pero la catalogamos de
inaceptable. “Con estas palabras Stern intentó apaciguar a los
hispanos, tras sus imperdonables insultos. Es demasiado poco,
demasiado tarde”, dije yo ese día.
Poco después, supe que el presidente de Univision catalogó
como acertada nuestra decisión de darle duro a Stern y de estar
a la vanguardia. Estábamos defendiendo a nuestra gente. En
el periodismo, el instinto nunca falla.
Los dueños de una importante cadena de supermercados en
Texas sacaron de sus tiendas los productos que anunciaban en
el programa de Stern. Pero con la excepción de ésta y otras repercusiones, el esfuerzo, desgraciadamente, a la larga no
quedó en nada. En esos momentos nuestra comunidad estaba
más en ánimos de guardar luto que de pelear.
En esos días, decenas de miles de personas inundaron las
calles de Corpus Christi y San Antonio. Todos portaban velas
encendidas, en vigilia. Rezaban, lloraban y cantaban a coro las
canciones de Selena. En el funeral sucedió algo similar. Ese
día gris, donde ni el sol quiso salir, el libro de condolencias fue
firmado por 75-ooo personas. Había tanta gente, que a última
hora cambiaron el velorio de una funeraria local al centro de
convenciones. La fila para entrar era tan larga que le daba la
vuelta a todo el edificio. Su sepulcro amaneció cubierto con
más de 8.000 rosas blancas, su flor preferida. Fueron muchos
los que se llevaron una de las flores del lugar como último
recuerdo.
Tomado de el libro “𝑬𝒍 𝑺𝒆𝒄𝒓𝒆𝒕𝒐 𝒅𝒆 𝑺𝒆𝒍𝒆𝒏𝒂”