"Si alguna vez en la historia de este país una mujer fue ahorcada por el puro prejuicio de un público desinformado

En la helada mañana del 9 de enero de 1923, en la prisión de Holloway, Londres, Edith Thompson, de 29 años, apenas podía mantenerse en pie. Sus días previos habían transcurrido entre la desesperación y las inyecciones de sedantes que la mantenían en un estado casi inconsciente. Cuando los verdugos llegaron, solo pudo emitir un gemido.

“Vamos, pronto terminará”, le susurró uno de ellos antes de atarle las manos y los tobillos. Minutos después, su cuerpo pendía de la horca. A tan solo una milla de distancia, su joven amante, Frederick Bywaters, de 20 años, enfrentaba el mismo destino en la prisión de Pentonville.

Su crimen: haber amado a la persona equivocada en la época equivocada.

Tres meses antes, Bywaters había apuñalado a Percy Thompson, el marido de Edith, cuando la pareja regresaba a casa tras una noche en el teatro. Pero nunca hubo pruebas de que Edith supiera lo que él planeaba. Aun así, fue declarada culpable, no por un asesinato, sino por desafiar las normas de la sociedad: era una mujer atractiva, independiente y adúltera, y eso fue suficiente para sellar su destino.

“Si alguna vez en la historia de este país una mujer fue ahorcada por el puro prejuicio de un público desinformado y sin el más mínimo indicio de prueba que justificara el ahorcamiento, esa mujer fue Edith Thompson”, escribió el renombrado novelista Edgar Wallace.

Hoy, un siglo después, su caso sigue siendo un escalofriante recordatorio de cómo la moralidad y los prejuicios pueden pesar más que la justicia.

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